hoy es siempre todavía

miércoles, 27 de febrero de 2013

Póngame un jeriñac, por favor






Se mueven entre la esquizofrenia, la mala conciencia y la pérdida de los papeles. Día tras día vemos a personajes  del Gobierno con nuevas salidas de tono desafortunadas, cuando no desquiciadas, explicaciones contradictorias, cuando no nulas, y mentiras que se vuelven contra ellos mismos, como bumerán que no caza a la presa.

Ayer cierta señora con cargo de máxima responsabilidad en el partido del gobierno manejaba una confusa explicación sobre su hombre corrupto por excelencia del momento, montándose un argumento onírico donde recreaba fórmulas jurídicas inexistentes acerca de un despido. Que si simulaciones, que si indemnización en diferido, que si digo pero no sé lo que digo, y encima me trabo... Hoy esta misma señora, en otro de sus cargos, esta vez como presidenta de Castilla-La Mancha, ponía en práctica otra de sus desafortunadas intervenciones ordenando a sus funcionarios que no mencionaran la palabra "desahucio". Que suena demasiado fuerte, se justifica ella. La palabra es fuerte, señora mía, pero ¿no lo es la acción? Ay, si Cervantes levantara la cabeza. Seguro que la dedicaba un capítulo de gran riqueza irónica, poniendo en manos de su criatura Quijote todo un nuevo desafío al que hacer frente.





Los gobernantes ocasionales nos tienen acostumbrados a sus eufemismos, metáforas tontas, circunloquios y, en general, a un uso malo y malvado del lenguaje. Si van a seguir por la senda de las prohibiciones, pensando que la gente va a dejar de llamar a las cosas por su nombre están apañados. Esta tonta anécdota me ha recordado una historia ya olvidada o no demasiado conocida. La narra con guasa  el escritor y dramaturgo Fernando Arrabal en su amarga y contundente Carta al general Franco, publicada en París en 1971:


“Este clima estéril de ‘amén’, sin ningún género de crítica, llevaba a los extremos más cómicos e inesperados.

En plena campaña de nacionalismo exacerbado en que todos los órganos de opinión proclamaban
   que España era el mejor país del mundo
   y lo español lo más maravilloso,
   sucedió un acontecimiento que quizás haya olvidado, pero que me parece ejemplar de la situación de cretinización a la que lleva la ausencia de crítica.

De pronto, las altas esferas decidieron que el ‘coñac español’ era el mejor del mundo
   y que era una vergüenza nacional que llevara un nombre francés,
   que se llamara coñac.
Se decidió un concurso nacional para encontrar una apelación al incomparable coñac español.

Durante semanas, las fuerzas vivas movieron el asunto para intentar galvanizar al país.

En medio de ’la mayor expectación’ se reunió un jurado, en el que estaban presentes las máximas figuras de la cultura española franquista y que debía coronar al ganador.

Cuál no sería la consternación del sufrido pueblo cuando supo que el nombre elegido era Jerignac. Nombre grotesco que sonaba aún más francés que el precedente. ‘Camarero, un jeriñac’.

Durante meses, hubiera sido peligroso no emplear tan abusrdo nombre al pedir un coñac en un café.

'Camarero, un jeriñac’.






* Las imágenes: pintura del pintor cubista Juan Gris y fotografías de desahucios de Olmo Calvo.