hoy es siempre todavía

lunes, 24 de febrero de 2014

Cuidado con apropiarse del Gernika


(Fotograma de la película de Berlanga Vivan los novios)



Fíjense que hay abundancia de noticias en la prensa de hoy. Temas severos, angustiosos, graves, preocupantes...como todos los días. Y pongo varios calificativos no solo por la consideración objetiva de los mismos sino para la propia percepción de quienes seguimos habitualmente los panoramas del mundo. Ya digo, fíjense y elijan con cual comparten más desasosiego o indignación, pues la calma no suele aparecer como noticia.

Uno me irrita hoy especialmente, aunque no sea de gravedad, sino más bien esperpéntico. Se trata de una historieta que podría ser del tipo comedia burlesca de un Berlanga o un Buñuel, por ejemplo, si no hubiera detrás tragedia, en vidas y en historia. ¿O es lo mismo? Se trata de una fotografía en que los clásicos encapuchados de aquello que una vez se creyó un ejército que iba a derrotar a un Estado -y con eso no soslayemos la onerosa presión de un Estado y la función coercitiva que ejerce sobre la ciudadanía, pero su debate es cuestión de cuerdos y demócratas, no de aventureros-  hacen que entregan cuatro pistolas a unos individuos con pinta de funcionarios que de pronto nos enteramos que ostentan el cargo -remunerado-  de verificadores de procesos de paz.




Sobre la historieta ad hoc ya tendremos para rato unos cuantos días y ya lo contarán otros. Yo me quedo con un detalle de la fotografía. El Gernika de Picasso que se ve al fondo en la habitación de la puesta en escena. Estos clérigos de capucha -¿siguen acaso la trayectoria de los otros de sotana de apropiarse de bienes que no son propios?- nos han tenido acostumbrados a sus anagramas, banderas e iconos varios durante décadas, por aquello de que la publicidad y el marketing definen de alguna manera el producto que ofrecen. También se observa en la foto el reclamo con la marca tradicional de la casa, colocado en la mesa al estilo de los que suelen poner los de la seguridad del Estado cuando incautan un alijo de armas o de droga. Se ve que eso de emular a los poderes priva entre las tribus. Pero ahora optan por una representación de alta y profunda calidad simbólica que no les pertenece. 

Aunque Picasso realizara el cuadro como homenaje al bombardeo nazi de Gernika no quiere decir que el símbolo hable del padecimiento de la población vasca solamente. Probablemente Picasso tenía en mente los paseos de los primeros días de la sublevación militar de 1936, las matanzas de Málaga y de Badajoz, y un montón de tropelías más de los rebeldes contra la República. Pero al margen del tiempo y de la circunstancia específica que motivó a Pablo Ruiz a ejecutar la pintura, lo obvio ha sido que se convirtió en una lectura de la barbarie y del aplastamiento del pueblo español, en general. De ahí que los que crecimos en los años 60 viéramos cómo se introducía como lámina o enmarcación en las paredes de nuestras casas. Yo lo he visto  -cuando ya se iba perdiendo parte del miedo al régimen-  en infinidad de hogares de obreros, de habitaciones de estudiantes y hasta en menor medida de comunidades cristianas de base. Significaba la barbarie de unos y en la práctica la unión de otros. Significaba la violencia cometida y la rebelión contra el olvido. Nunca fue un símbolo de resentimiento, ni de violencia aplazada, sino más bien su lectura iba por los vericuetos de la tolerancia y el encuentro social. En cierto modo, siempre fue una especie de ¡Nunca más! 

Así que no puedo evitar ver a esos de la capucha como maniqueos de última hora. Del gesto de decir que entregan las armas y luego se llevan otra vez  las cuatro baratijas que muestran en la foto tiene tanto de película surrealista cuando no de esperpento valleinclanesco... Estos personajes que juegan a diplomáticos en la ardiente oscuridad de su ocultación tienen tal toque spanish, mal que les fastidie porque no logran quitárselo de encima, que solo me recuerdan las genialidades del mejor cine crítico de las costumbres españolas. Cuidado con apropiarse del Gernika, actores de la capucha, no vaya a ser que ya lo estéis devaluando simbólicamente. En fin, solo era un mero comentario.  



sábado, 22 de febrero de 2014

Sobre la defensa y la difusión de la cultura, por Antonio Machado Ruiz




Hoy se cumplen 75 años de la muerte de Antonio Machado Ruiz. Solo se me ocurre dictarme a mí mismo unas letras en homenaje al hombre enterrado en Collioure.



Una fecha es una fecha sin más
aunque sea bastante para lo posible:
nazcas o mueras
te elijan o te expulsen
te aten o te liberes
no es la fecha lo que te señala ni cuando estás
ni cuando ya no seas.

Eres lo que caminas y tomas del borde de la vida:
ese arco efímero que da y quita

eres la curiosidad con que has crecido
y la intensidad del aprendizaje
eres la tierna mirada y también la cólera
de unos ojos confundidos
eres la emoción con que has vibrado
en la pasión habida en cada gesto
eres el amor que a veces exploraste
como si fuera a ser inagotable
eres la risa con que dibujas el instante
y la lágrima por lo perecedero
y al fin eres también esa mano
tímida unas veces y arriesgada otras
que has tendido a otras manos.

¿Qué otro sentido puede tener la vida
y qué balance podrás hacer
cuando la naturaleza te haya desprovisto para siempre?

No, vivir no es la cuota administrativa que te imponen
ni las ganancias de hoy que mañana serán pérdidas
ni las leyes de los hombres que quieren anular aquellas
que claman y reclaman dentro de ti
ni la apariencia hipócrita donde no te hallas jamás porque tú eres
un hacedor de ti en cada jornada
y siempre te espera el sincero origen que mora en lo más íntimo
al que no puedes engañar.

Una fecha es una fecha simplemente
que suele caer por sí misma
en cuanto ya no es.
Lo que importa es lo que queda, cuanto hay detrás,
tú mismo haciendo y rehaciendo
tú mismo recordando y enhebrando
tú mismo invocando y transmitiendo
la palabra del poeta muerto cuya voz es presencia
y es aliento.




Adjunto el texto del escritor titulado Sobre la defensa y la difusión de la cultura, leído por él mismo en el Congreso Internacional de Escritores de Valencia en 1937, en plena guerra civil. Aun situándolo en el contexto dramático de aquel tiempo, hay elementos que sirven de reflexión actual.


El poeta y el pueblo 


Cuando alguien me preguntó, hace ya muchos años, ¿piensa usted que el poeta debe escribir para el pueblo, o permanecer encerrado en su torre de marfil –era el tópico al uso de aquellos días– consagrado a una actividad aristocrática, en esferas de la cultura sólo accesibles a una minoría selecta?, yo contesté con estas palabras, que a muchos parecieron un tanto evasivas o ingenuas: «Escribir para el pueblo –decía mi maestro– ¡qué más quisiera yo! Deseoso de escribir para el pueblo, aprendí de él cuanto pude, mucho menos –claro está– de lo que él sabe. Escribir para el pueblo es, por de pronto, escribir para el hombre de nuestra raza, de nuestra tierra, de nuestra habla, tres cosas de inagotable contenido que no acabamos nunca de conocer. Y es mucho más, porque escribir para el pueblo nos obliga a rebasar las fronteras de nuestra patria, es escribir también para los hombres de otras razas, de otras tierras y de otras lenguas. Escribir para el pueblo es llamarse Cervantes, en España, Shakespeare, en Inglaterra, Tolstoi, en Rusia. Es el milagro de los genios de la palabra. Tal vez alguno de ellos lo realizó sin saberlo, sin haberlo deseado siquiera. Día llegará en que sea la más consciente y suprema aspiración del poeta. En cuanto a mí, mero aprendiz de gay-saber, no creo haber pasado de folk-lorista, aprendiz, a mi modo, de saber popular.» 

Mi respuesta era la de un español consciente de su hispanidad, que sabe, que necesita saber cómo en España casi todo lo grande es obra del pueblo o para el pueblo, cómo en España lo esencialmente aristocrático, en cierto modo, es lo popular. En los primeros meses de la guerra que hoy ensangrienta a España, cuando la contienda no había aún perdido su aspecto de mera guerra civil, yo escribí estas palabras que pretenden justificar mi fe democrática, mi creencia en la superioridad del pueblo sobre las clases privilegiadas.




Los milicianos de 1936 

I


Después de puesta su vida
 tantas veces por su ley
 al tablero... 

¿Por qué recuerdo yo esta frase de don Jorge Manrique, siempre que veo, hojeando diarios y revistas, los retratos de nuestros milicianos? Tal vez será porque estos hombres, no precisamente soldados, sino pueblo en armas, tienen en sus rostros el grave ceño y la expresión concentrada o absorta en lo invisible de quienes, como dice el poeta, «ponen al tablero su vida por su ley», se juegan esa moneda única –si se pierde, no hay otra– por una causa hondamente sentida. La verdad es que todos estos milicianos parecen capitanes, tanto es el noble señorío de sus rostros.

 II 

Cuando una gran ciudad –como Madrid en estos días– vive una experiencia trágica, cambia totalmente de fisonomía, y en ella advertimos un extraño fenómeno, compensador de muchas amarguras: la súbita desaparición del señorito. Y no es que el señorito, como algunos piensan, huya o se esconda, sino que desaparece –literalmente–, se borra, lo borra la tragedia humana, lo borra el hombre. La verdad es que, como decía Juan de Mairena, no hay señoritos, sino más bien «señoritismo», una forma, entre varias, de hombría degradada, un estilo peculiar de no ser hombre, que puede observarse a veces en individuos de diversas clases sociales, y que nada tiene que ver con los cuellos planchados, las corbatas o el lustre de las botas. 

 III

Entre nosotros, españoles, nada señoritos por naturaleza, el señoritismo es una enfermedad epidérmica, cuyo origen puede encontrarse, acaso, en la educación jesuítica, profundamente anticristiana y –digámoslo con orgullo– perfectamente antiespañola. Porque el señoritismo lleva implícita una estimativa errónea y servil, que antepone los hechos sociales más de superficie –signos de clase, hábitos e indumentos– a los valores propiamente dichos, religiosos y humanos. El señoritismo ignora, se complace en ignorar –jesuíticamente– la insuperable dignidad del hombre. El pueblo, en cambio, la conoce y la afirma, en ella tiene su cimiento más firme la ética popular. «Nadie es más que nadie», reza un adagio de Castilla. ¡Expresión perfecta de modestia y orgullo! Sí, «nadie es más que nadie» porque a nadie le es dado aventajarse a todos, pues a todo hay quien gane, en circunstancias de lugar y de tiempo. «Nadie es más que nadie, porque –y éste es el más hondo sentido de la frase–, por mucho que valga un hombre, nunca tendrá valor más alto que el valor de ser hombre. Así habla Castilla, un pueblo de señores, que siempre ha despreciado al señorito. 

 IV

Cuando el Cid, el señor, por obra de una hombría que sus propios enemigos proclaman, se apercibe, en el viejo poema, a romper el cerco que los moros tienen puesto a Valencia, llama a su mujer, doña Jimena, y a sus hijas Elvira y Sol, para que vean «cómo se gana el pan». Con tan divina modestia habla Rodrigo de sus propias hazañas. Es el mismo, empero, que sufre destierro por haberse erguido ante el rey Alfonso y exigídole, de hombre a hombre, que jure sobre los Evangelios no deber la corona al fratricidio. Y junto al Cid, gran señor de sí mismo, aparecen en la gesta inmortal aquellos dos infantes de Carrión, cobardes, vanidosos y vengativos; aquellos dos señoritos felones, estampas definitivas de una aristocracia encanallada. Alguien ha señalado, con certero tino, que el Poema del Cid es la lucha entre una democracia naciente y una aristocracia declinante. Yo diría, mejor, entre la hombría castellana y el señoritismo leonés de aquella centuria. 

 V

No faltará quien piense que las sombras de los yernos del Cid acompañan hoy a los ejércitos facciosos y les aconsejan hazañas tan lamentables como aquella del «robledo de Corpes». No afirmaré yo tanto, porque no me gusta denigrar al adversario. Pero creo, con toda el alma, que la sombra de Rodrigo acompaña a nuestros heroicos milicianos y que en el Juicio de Dios que hoy, como entonces, tiene lugar a orillas del Tajo, triunfarán otra vez los mejores. O habrá que faltarle al respeto a la misma divinidad. 

 Agosto 1936. 






Entre españoles, lo esencial humano se encuentra con la mayor pureza y el más acusado relieve en el alma popular. Yo no sé si puede decirse lo mismo de otros países. Mi folk-lore no ha traspuesto las fronteras de mi patria. Pero me atrevo a asegurar que, en España, el prejuicio aristocrático, el de escribir exclusivamente para los mejores, pueda aceptarse y aun convertirse en norma literaria, sólo con esta advertencia: la aristocracia española está en el pueblo, escribiendo para el pueblo se escribe para los mejores. Si quisiéramos, piadosamente, no excluir del goce de una literatura popular a las llamadas clases altas, tendríamos que rebajar el nivel humano y la categoría estética de las obras que hizo suyas el pueblo y entreverarlas con frivolidades y pedanterías. De un modo más o menos consciente, es esto lo que muchas veces hicieron nuestros clásicos. Todo cuanto hay de superfluo en El Quijote no proviene de concesiones hechas al gusto popular, o, como se decía entonces, a la necedad del vulgo, sino, por el contrario, a la perversión estética de la corte. Alguien ha dicho con frase desmesurada, inaceptable ad pedem litterae, pero con profundo sentido de verdad: en nuestra gran literatura casi todo lo que no es folk-lore es pedantería. 

 * 

Pero dejando a un lado el aspecto español o, mejor, españolista de la cuestión, que se encierra a mi juicio, en este claro dilema: o escribimos sin olvidar al pueblo, o sólo escribiremos tonterías, y volviendo al aspecto universal del problema, que es el de la difusión de la cultura, y el de su defensa, voy a leeros palabras de Juan de Mairena, un profesor apócrifo o hipotético, que proyectaba en nuestra patria una Escuela Popular de Sabiduría superior. 




 *

La cultura vista desde fuera, como la ven quienes nunca contribuyeron a crearla, puede aparecer como un caudal en numerario o mercancías, el cual, repartido entre muchos, entre los más, no es suficiente para enriquecer a nadie. La difusión de la cultura sería, para los que así piensan –si esto es pensar–, un despilfarro o dilapidación de la cultura, realmente lamentable. ¡Esto es tan lógico!... Pero es extraño que sean, a veces, los antimarxistas, que combaten la interpretación materialista de la historia, quienes expongan una concepción tan materialista de la difusión cultural.

En efecto, la cultura vista desde fuera, como si dijéramos desde la ignorancia o, también, desde la pedantería, puede aparecer como un tesoro cuya posesión y custodia sean el privilegio de unos pocos; y el ansia de cultura que siente el pueblo, y que nosotros quisiéramos contribuir a aumentar en el pueblo, aparecería como la amenaza a un sagrado depósito. Pero nosotros, que vemos la cultura desde dentro, quiero decir desde el hombre mismo, no pensamos ni en el caudal, ni el tesoro, ni el despósito de la cultura, como en fondos o existencias que puedan acapararse, por un lado, o, por otro, repartirse a voleo, mucho menos que puedan ser entrados a saco por las turbas. Para nosotros, defender y difundir la cultura es una misma cosa: aumentar en el mundo el humano tesoro de conciencia vigilante. ¿Cómo? Despertando al dormido. Y mientras mayor sea el número de despiertos... Para mí –decía Juan de Mairena– sólo habría una razón atendible contra una gran difusión de la cultura –o tránsito de la cultura concentrada en un estrecho círculo de elegidos o privilegiados a otros ámbitos más extensos– si averiguásemos que el principio de Carnot, rige también pare esa clase de energía espiritual que despierta al durmiente. En ese caso, habríamos de proceder con sumo tiento; porque una excesiva difusión de la cultura implicaría, a fin de cuentas, una degradación de la misma que la hiciese prácticamente inútil. Pero nada hay averiguado, a mi juicio, sobre este particular. Nada serio podríamos oponer a una tesis contraria que, de acuerdo con la más acusada apariencia, afirmase la constante reversibilidad de la energía espiritual que produce la cultura. 

 *

Para nosotros, la cultura ni proviene de energía que se degrada al propagarse, ni es caudal que se aminore al repartirse; su defensa, obra será de actividad generosa que lleva implícitas las dos más hondas paradojas de la ética: sólo se pierde lo que se guarda, sólo se gana lo que se da.  

Enseñad al que no sabe; despertad al dormido; llamad a la puerta de todos los corazones, de todas las conciencias. Y como tampoco es el hombre para la cultura, sino la cultura para el hombre, para todos los hombres, para cada hombre, de ningún modo un fardo ingente para levantado en vilo por todos los hombres, de tal suerte que sólo el peso de la cultura pueda repartirse entre todos, si mañana un vendaval de cinismo, de elementalidad humana, sacude el árbol de la cultura y se lleva algo más que sus hojas secas, no os asustéis. Los árboles demasiado espesos, necesitan perder algunas de sus ramas, en beneficio de sus frutos. Y a falta de una poda sabia y consciente, pudiera ser bueno el huracán.





 *

Cuando a Juan de Mairena se le preguntó si el poeta y, en general, el escritor debía escribir para las masas, contestó: Cuidado, amigos míos. Existe un hombre del pueblo, que es, en España al menos, el hombre elemental y fundamental, y el que está más cerca del hombre universal y eterno. El hombre masa, no existe; las masas humanas son una invención de la burguesía, una degradación de las muchedumbres de hombres, basada en una descualificación del hombre que pretende dejarle reducido a aquello que el hombre tiene de común con los objetos del mundo físico: la propiedad de poder ser medido con relación a unidad de volumen. Desconfiad del tópico «masas humanas». Muchas gentes de buena fe, nuestros mejores amigos, lo emplean hoy, sin reparar en que el tópico proviene del campo enemigo: de la burguesía capitalista que explota al hombre, y necesita degradarlo; algo también de la iglesia, órgano de poder, que más de una vez se ha proclamado instituto supremo para la salvación de las masas. Mucho cuidado; a las masas no las salva nadie; en cambio, siempre se podrá disparar sobre ellas. ¡Ojo! 

Muchos de los problemas de más difícil solución que plantea la poesía futura –la continuación de un arte eterno en nuevas circunstancias de lugar y tiempo– y el fracaso de algunas tentativas bien intencionadas provienen, en parte, de esto: escribir para las masas no es escribir para nadie, menos que nada para el hombre actual, para esos millones de conciencias humanas, esparcidas por el mundo entero, y que luchan –como en España– heroica y denodadamente por destruir cuantos obstáculos se oponen a su hombría integral, por conquistar los medios que les permita incorporarse a ella. Si os dirigís a las masas, el hombre, el cada hombre que os escuche no se sentirá aludido y necesariamente os volverá la espalda. 

He aquí la malicia que lleva implícita la falsedad de un tópico que nosotros, demófilos incorregibles y enemigos de todo señoritismo cultural, no emplearemos nunca de buen grado, por un respeto y un amor al pueblo que nuestros adversarios no sentirán jamás.